Te miré, y en ese momento decidí que sería para toda la vida; nos miramos y confirmamos que la espera había sido larga; suspiramos para nuestros adentros y comprobamos que había valido la pena la separación. Y, en ese instante, contemplé mi futuro, esa historia que tanto deseaba, lo que tanto estuve buscando día con día.
Me miraste y hablaste con tus ojos, me dijiste lo que esperaba escuchar de tus labios; mis sueños volviéndose realidad. Y, en ese intercambio de palabras, comprendí que éramos tal para cual, uno para el otro, seres entrañables e inseparables.
Nos volvimos a mirar y en la distancia te comencé a amar; ya lo hacía desde hace tiempo pero lo tenía celosamente oculto dentro de mi alma. Y, en nuestros ojos, te mostré lo que tú sin saberlo lo esperabas. Te ofrecí mi vida al estallar mi espiritu sin fuerza.
Cerramos nuestros ojos, y nos tocamos a lo lejos, en silencio, con nuestras almas; deseando poder hacerlo realidad; amarnos en presencia. Y, creando un nuevo inicio, decidimos dejar fluír el concepto sabiendo de antemanos dónde continuaría todo ésto. Seguir a tu lado como si no hubiese habido pausas en el tiempo.
Abrimos los ojos, nos miramos, nos besamos. Y, en ese instante, decidí… y, en ese intercambio, decidiste… y, en esa creación, decidimos comenzarnos a amar día a día, amarnos a diario…
La experiencia de la separación es a veces reafirmante, fortalecedora, hace dejar de lado lo superfluo y valorar lo importante, me ha pasado.
Es dolorosa al principio, pero eriquecedora; y más en los reencuentros.